Se cumplen dos meses desde que llegué, un mes desde que empecé a currar a fondo, y un mes desde la última escapada a tierras del sur; y falta un mes hasta que vuelva a ir a casa. Los días se van sumando y los tiempos empiezan a ser considerables. Y el tiempo, ya se sabe, todo lo cambia.
Poco a poco, este espejismo de tabula rasa se va convirtiendo en una realidad palpable, mucho más palpable y mucho más real que los recuerdos de toda una vida, por pura cercanía. No olvido nada, y echo de menos todo con el mismo cariño con el que sigo rascando la cabeza a mis gatos cada mañana, pero la cordura exige que viva aquí y no allí, y estos nuevos hábitos que voy creando a placer facilitan el proceso. De repente tengo un punto de referencia nuevo, que me permite mirar atrás con un cierto desapego que nunca busqué, y que no quiero, y que al mismo tiempo empiezo a sentir inevitablemente necesario.
Me niego a despertar porque sé que el sueño no está sólo en mi mente: está allí, donde yo estaba, al otro lado de esta pantalla, leyendo estas palabras. Pero debo hacerlo porque hay que ir a trabajar, seguir adelante (con todas sus consecuencias) con esta nueva vida que he elegido y que (¡no sé si a mi pesar!) empieza a gustarme. Supongo que era inevitable (señor Anderson), y previsible, pero la transición se antoja extraña, como un truco de magia que no sé cómo va a terminar.
O quizá simplemente sea que el frío ha vuelto y me siento otoñal, y os echo de menos y no os tengo.